La parodia del Ser - José Covo
La parodia del Ser
José Covo
2025
Capítulo I
El presentimiento de una trampa
Nadie sospecha que vive en una parodia. La parodia no se revela como tal a quien está inmerso en ella. Se presenta con todos los signos de la autenticidad: emociones verdaderas, tareas exigentes, sufrimientos reales, lenguajes estructurados, instituciones sólidas, belleza ocasional, libertad imaginada. Sin embargo, en el fondo, algo no encaja. La realidad misma parece estar sobreactuada. La forma de vida, un gesto que no termina de ser sincero. La cultura: una cita sin origen.
Este libro parte de una sospecha. Una sospecha que muchos hemos sentido, pero que pocos logran pensar sin caer en el cinismo o en el nihilismo. No se trata de decir que todo es mentira. Ni siquiera que vivimos en una ilusión. Se trata de algo más complejo: que nuestras formas de vida, nuestras prácticas simbólicas, nuestros lenguajes, nuestros valores, nuestras instituciones —incluso nuestras formas de amor, de dolor, de protesta o de espiritualidad— participan de una estructura de repetición sin presencia. Que ya no vivimos el ser, sino su eco. Que la cultura moderna es un dispositivo de simulacro que invoca el ser pero no comparece ante él. Y que este desfase, esta escenificación sin alma, es lo que aquí llamamos parodia del ser.
Esta tesis no es nueva, aunque sí su formulación. En toda época hay pensadores, artistas, profetas o locos que vislumbran que algo esencial se ha perdido. En la modernidad, este presentimiento ha tomado muchas formas: alienación, desencantamiento, nihilismo, espectro, desrealización, hiperrealidad, etc. Cada uno de estos conceptos toca un aspecto del problema, pero en este texto buscamos ir más allá del fenómeno psicológico o social, hacia la estructura misma de la experiencia. Lo que aquí se propone no es una crítica cultural ni un análisis histórico, aunque ambos estarán presentes. Es, más bien, una fenomenología del presente como parodia.
Pero ¿qué es la parodia? No es simplemente una burla. Es una imitación que pierde el hilo de lo que imita, que continúa sin saber por qué, y que por eso se vuelve involuntariamente grotesca o absurda. En el contexto que nos interesa, la parodia del ser es la repetición formal de los gestos de una relación auténtica con el ser —con lo real, lo bello, lo justo, lo verdadero, lo santo— pero desprovista de aquello que le daba densidad ontológica: el contacto inmediato, intransferible, con lo inefable. Vivimos como si tuviéramos alma, como si el amor fuera amor, como si la justicia fuera justa, como si pensar aún transformara, como si el arte fuera arte. Pero algo en nosotros sabe que eso ya no está ocurriendo del todo.
El objetivo de este libro no es explicar por qué llegamos aquí. Es despertar en el lector el reconocimiento íntimo de que está aquí. Que vive en la parodia. Que piensa, ama, sufre y actúa dentro de un orden simbólico que ha perdido su conexión con la causa universal y que ahora se sostiene por repetición inercial, por simulación, por automatismo colectivo. Y que esta estructura no se disuelve con la crítica ni con la buena voluntad, porque no se trata de un error ni de una conspiración, sino de un agotamiento de la capacidad de integrar el vivir con la vida.
Más adelante volveremos sobre estos términos: vivir, vida, integración, nombre propio, impulso, causa universal… Por ahora basta con sentir la sospecha. Porque si el mundo nos parece raro, si algo se siente desentonado, si a veces sentimos que hay demasiado lenguaje y poca verdad, demasiada expresión y poca sustancia, demasiada identidad y poco destino, no estamos locos. Estamos en el momento de la parodia.
Y reconocerlo es el primer acto no paródico que podemos tener.
Capítulo II
El nacimiento del mundo
Antes de la palabra hubo impulso. Antes de la idea hubo dirección. Antes de la cultura, un estremecimiento mudo ante el mundo. Ese estremecimiento es el primer dato del ser. No es conceptual ni emocional, pero contiene ya la posibilidad de todo lo que vendrá: lenguaje, pensamiento, belleza, dolor, deseo, verdad. Lo llamaremos Impulso: la experiencia previa a toda segmentación, en la que el sujeto no está aún separado del mundo, pero ya lo siente.
En ese primer instante no hay separación entre vivir y vida. Todo es una sola masa experiencial en flujo: no hay historia, ni sujeto, ni objeto, ni forma, ni propósito. Y, sin embargo, hay mundo. No como cosa, sino como sensación de que hay. El impulso no es hacia algo; es el estar mismo como acontecimiento absoluto. Allí nace el ser, no como entidad, sino como intensidad.
Este contacto fundante es lo que las culturas originarias resguardan como sagrado. No porque entiendan su estructura —eso vendrá después—, sino porque lo recuerdan como experiencia fundadora. Toda civilización que ha vivido con el ser ha nacido de un modo de proteger ese estremecimiento original. Los mitos, los rituales, los lenguajes sagrados, los nombres fundacionales, son estructuras que contienen el impulso y lo orientan sin sofocarlo. El nacimiento del mundo no es el origen del universo físico, sino el primer acto de nombrar. El ser aparece como lo que puede ser sentido y dicho a la vez.
Ese primer nombre no lo conocemos. Es anterior a todos los nombres, pero está presente en todos ellos. No es una palabra, es el acto de nombrar. Llamaremos a esto el primer nombre: la integración inaugural entre impulso y lenguaje, entre vivir y vida. Nombrar no es aquí categorizar; es fundar mundo. La palabra no describe lo que ya está; hace que lo que está pueda aparecer como tal.
La vida comienza allí: cuando el impulso se topa con un obstáculo, una resistencia, un límite. De ese encuentro nace la forma. De la forma, la dirección. De la dirección, la necesidad. Y de la necesidad, el lenguaje. No hay palabra que no provenga de un límite encontrado. No hay concepto que no sea el eco de una interrupción del impulso. El mundo, entonces, no es un hecho dado, sino el efecto de una mediación entre dos fuerzas: la que surge desde el fondo del vivir como impulso, y la que lo interrumpe con forma, concepto, sentido.
El ser, en su manifestación original, no es lo que está ahí como objeto. Es la experiencia de que lo que está importa. Que tiene sentido aunque aún no sepamos cuál. Esta es la raíz de lo sagrado. Lo sagrado no es lo que adoramos, sino lo que no podemos ignorar. Lo que se impone por su sola presencia, sin explicación. Esa imposición sin violencia es la forma que toma el ser cuando es genuinamente vivido.
Las primeras culturas no tenían filosofía porque no la necesitaban. Su relación con el ser era inmediata. Lo simbólico no reemplazaba a lo real; lo hacía aparecer. El mito no suplantaba al mundo; lo sostenía. El lenguaje no explicaba; recordaba. La vida era la forma del vivir, y el vivir era el gesto encarnado de la vida. Allí, el arte no era entretenimiento, sino reintegración. La virtud no era moral, sino orientación del alma. El nombre propio no era una etiqueta, sino una forma de destino.
Esa experiencia original no puede recuperarse, pero puede recordarse. No como un pasado literal, sino como una posibilidad estructural de la conciencia. Todos la hemos sentido alguna vez: en la belleza que no entendemos, en el temblor que precede a una decisión verdadera, en el amor que nos desborda, en el duelo que nos arranca de toda explicación. En esos momentos, el mundo se vuelve transparente y algo vibra por debajo del sentido. Eso es el ser.
La civilización nace del intento de custodiar esa vibración. Cuando lo logra, florece. Cuando lo olvida, se organiza en torno a sus restos. Y cuando imita sus formas sin recordar su fuente, cae en la parodia.
El mundo, entonces, no nace una vez. Nace cada vez que el impulso toca el límite y lo atraviesa. Cada vez que una palabra se hace verdadera. Cada vez que una vida se deja atravesar por su vivir.
Capítulo III
La forma vacía del gesto
La parodia es una forma. No una mentira, ni una ilusión deliberada. Es un gesto que se repite cuando el vínculo original con aquello que le daba sentido ya no está. Es, en ese sentido, una forma vacía. Pero no por ello carente de efecto. Al contrario: la parodia funciona. Organiza la vida colectiva, produce sentido utilizable, genera identificación, entretenimiento, pertenencia. Solo que todo eso ocurre sin verdad. Sin alma. Sin impulso.
Vivimos en un mundo lleno de formas funcionales. Pensamos, pero el pensamiento ya no transforma. Amamos, pero el amor ya no nos orienta. Creemos, pero la creencia ya no nos salva. Hablamos, pero las palabras ya no llegan a lo que nombran. Esta es la estructura de la parodia: no es que no haya nada, es que lo que hay no alcanza a ser. Es una experiencia de desajuste entre la forma del gesto y su causa originaria.
La parodia no es solo una estética degradada. Es un fenómeno ontológico. Ocurre cuando la integración entre vivir y vida se mantiene solo desde el lado del vivir, mientras la vida se vuelve abstracta, repetitiva, cínica, o se olvida por completo. La causa universal sigue operando, pero nuestras integraciones están cerradas sobre sí mismas. Lo simbólico ya no apunta hacia lo real, sino hacia otros símbolos. El arte habla del arte. La política se convierte en propaganda. La espiritualidad en psicología. La filosofía en administración de conceptos. Cada disciplina funciona, pero como un circuito cerrado. Su impulso ha sido secado y reemplazado por imitación, automatismo o autocelebración.
Esto es lo que diferencia la parodia de la mentira. La mentira sabe que miente. La parodia no sabe nada. Funciona. Y precisamente por eso es más peligrosa: porque opera desde la inercia de lo verdadero. Repite la forma de la verdad, pero sin su fuerza. La parodia es la sombra técnica de una grandeza perdida.
La civilización actual se sostiene en parodias estructurales. La educación es una parodia del aprendizaje. La economía, una parodia de la subsistencia. El arte, una parodia de la belleza. La espiritualidad, una parodia de la comunión. La justicia, una parodia del juicio. Incluso la experiencia subjetiva se ha vuelto una parodia de sí misma: pensamos que sentimos, pero sentimos imágenes de sentimientos. Decimos que somos, pero no sabemos ser sin rol. La conciencia se ha vuelto espectáculo. El alma, una identidad de consumo.
Esto no significa que no haya verdad en el presente. Significa que el acceso a la verdad ya no está dado por la forma. Que el gesto no basta. Que pensar, amar, actuar, escribir, protestar o crear ya no son en sí mismos caminos hacia el ser, a menos que logremos reintegrar el impulso con la forma. Lo que se ha roto no es la capacidad de acceder al ser, sino la confianza automática en las vías establecidas.
Por eso el malestar de época no es solo psicológico, sino estructural. Se siente como un cansancio de la forma. Una fatiga simbólica. Un desgaste de las rutas que antes nos llevaban a lo esencial. El sujeto contemporáneo está saturado de gestos, de imágenes, de discursos, de referencias cruzadas. Y sin embargo, le falta algo. Lo sabe. Pero no sabe qué. Siente que algo esencial no ocurre, incluso cuando todo parece estar ocurriendo.
Ese “algo” que no ocurre es el ser.
La parodia, en su núcleo, es eso: el vacío central donde antes vibraba lo real. Y todo gira alrededor de ese vacío como si todavía estuviera lleno. Por eso la parodia no se siente falsa, sino hueca. No se presenta como error, sino como saturación sin sentido. El mundo sigue funcionando, pero su coherencia es mecánica. Todo se mueve, pero ya no vibra.
Así es como se vive una civilización paródica: como si todo siguiera siendo real, pero sin serlo. Como si viviéramos, pero sin vivir. Como si la vida fuera posible, pero sin impulso. Es un mundo de apariencias sin epifanía. De sentido sin presencia. De nombres sin primer nombre.
Capítulo IV
Cómo se siente vivir en la parodia
No duele. No al principio. La parodia no llega como trauma, sino como comodidad. Se instala suavemente, como un manual de instrucciones, como un guion ofrecido de antemano. Es una forma de alivio: no tener que inventarse cada gesto, no tener que arder en cada palabra. La parodia ofrece un mundo ya narrado, ya justificado, ya decorado. Alguien más lo hizo por nosotros.
Así, el sujeto moderno no se enfrenta al mundo, sino a su representación. No elige, sino que selecciona. No arriesga, sino que administra. No actúa, sino que ocupa un rol. No busca, sino que gestiona búsquedas. Su vida está llena de signos, pero vacía de señal. Todo está mediado. Todo está dicho antes de que él diga. Su libertad consiste en preferir entre posibilidades ya formateadas. Su autenticidad, en distinguirse dentro de lo permitido.
Este es el núcleo de la experiencia paródica: no hay silencio. No hay intervalo. Todo está lleno de lenguaje, de imágenes, de sentido reciclado. Y sin embargo, algo falta. No es evidente. No es un vacío explícito. Es una sospecha. Un ruido de fondo. Una incomodidad leve, pero persistente. Un desfase. Como si cada cosa hiciera casi contacto, pero no del todo. Como si el alma estuviera a milímetros de lo que vive.
Así se siente la parodia: como un mundo funcional que no conmueve. Como una identidad operativa que no duele ni transforma. Como una vida en la que todo está bien, pero nada está vivo. La tristeza no es profunda, sino superficial. La alegría no es falsa, pero tampoco es honda. Las ideas son muchas, pero no se enraízan. La acción es constante, pero no cambia nada esencial.
A veces se manifiesta como cansancio. No físico, sino vital. Un agotamiento de sentido. Otras veces como dispersión: nada retiene, todo pasa. O como hiperconciencia: el sujeto se observa a sí mismo desempeñando un papel, sin poder salirse de él. Hay momentos de duda: ¿esto que siento es mío o es un reflejo aprendido? ¿Esta emoción me ocurre o la estoy interpretando? ¿Este pensamiento viene de mí o es una frase que repetí sin saber?
La experiencia de la parodia no es trágica. Es irónica. No hay una caída épica, sino una multiplicación de simulacros. El dolor no se grita; se silencia con estímulos. El sentido no se busca; se compensa con contenido. El mundo ya no se interpreta, se consume.
Pero hay síntomas. Pequeños temblores que anuncian la fractura. Una lágrima que llega sin contexto. Un recuerdo que no encaja en la identidad narrativa. Una palabra que de pronto resuena más allá de su uso. Una belleza que duele sin razón. En esos momentos, algo del ser se insinúa. Y su aparición, por mínima que sea, evidencia todo lo que no ha estado.
Entonces, por contraste, el sujeto sabe. No porque lo haya pensado, sino porque lo sintió. Supo que no estaba viviendo, aunque hacía todo lo que se supone que es vivir. Supo que no había dicho nada real, aunque hablaba todo el día. Supo que no había amado, aunque compartía afectos. Supo que su libertad era una forma de cautiverio.
Este saber no es conceptual. Es un corte. Una interrupción del flujo paródico. Un relámpago. No dura mucho, pero deja una huella. Y esa huella duele más que cualquier angustia anterior. Porque no es dolor por algo concreto, sino por todo. Por la vida entera vivida como representación.
No todos sienten esto. Muchos no lo sienten nunca. Pero quien lo siente, no puede olvidarlo. Puede negarlo, silenciarlo, adormecerlo. Pero no puede borrarlo. Porque no es un conocimiento, sino una marca. La marca de haber vislumbrado lo real a través del velo del mundo.
Esa es la grieta. El lugar donde el diagnóstico se vuelve experiencia. Y donde la experiencia se abre, tal vez, a otra forma de integración.
Capítulo V
La arquitectura simbólica de la parodia
La parodia no sobrevive solo como experiencia. Se institucionaliza. Se narra. Se enseña. Se celebra. Tiene sus mitos, sus ritos, sus legitimaciones. Se vuelve cultura. Sociedad. Civilización. Tiene leyes, tiene premios, tiene diplomas. Tiene sus gurús, sus expertos, sus influencers. Tiene sus enemigos designados y sus gestos de pertenencia. Tiene su lenguaje, su gramática, su estética. Y todo esto no ocurre “a pesar” de que sea parodia. Ocurre porque es parodia.
Para que la parodia funcione, debe mantenerse coherente con su propio relato. Su principal herramienta es la integración simbólica. Es decir, la producción de un marco de sentido cerrado, donde cada gesto parece verdadero solo porque responde a otros gestos dentro del mismo marco. Como en una obra de teatro, donde todo es verosímil mientras no se rompa el guion.
En una civilización paródica, los símbolos ya no apuntan a lo real, sino a otros símbolos. La política hace referencia a discursos políticos. El arte cita al arte. La filosofía comenta filosofía. El lenguaje se autorreferencia. La espiritualidad se organiza como práctica de autoobservación. Nada sale de sí mismo. Todo gira en círculos.
Este sistema no es arbitrario. Tiene su lógica. Nace del miedo a la disolución del sentido. Cuando el impulso se debilita, la forma se cierra sobre sí misma. Lo simbólico ya no media entre el alma y el mundo; se vuelve un circuito interno de validación. Ya no expresa el ser, sino que simula su presencia. Es una operación de emergencia frente al abismo.
Ese cierre simbólico produce estabilidad. Previsibilidad. Orden. Pero también anestesia. Es lo que en otra época se llamó “el mundo”. Un mundo que ahora ya no se experimenta como revelación, sino como interfaz. No habitamos el ser, sino sus reemplazos simbólicos.
Este mundo simbólicamente cerrado se alimenta de tres mecanismos fundamentales:
- La saturación de sentido: Todo tiene un significado rápido, accesible, categorizado. No hay misterio. No hay demora. La pregunta ya viene respondida. El gesto ya viene interpretado. No se permite el intervalo que da lugar al ser.
- La producción de consenso: Las narrativas dominantes no solo son impuestas; son deseadas. Porque ofrecen pertenencia, alivio, comunidad. El sujeto moderno no es reprimido por la cultura: se identifica con ella. Es el deseo el que ha sido domesticado, no suprimido.
- La inmunización contra lo real: Todo lo que amenaza el sistema simbólico es desactivado mediante ironía, psicologización o sobreintelectualización. El arte profundo se llama “conceptual”. La fe viva se llama “fundamentalismo”. La experiencia genuina se llama “crisis”.
Así se perpetúa la parodia: como una red de referencias cruzadas donde cada nodo legitima al otro. Lo paródico no necesita censurar la verdad; solo necesita volverla invisible. O peor: inofensiva. Convertirla en contenido. En estilo. En simulacro.
Por eso la cultura actual es tan fértil en términos de producción simbólica... y tan estéril en términos de revelación. Es rica en signos, pobre en mundo. Tiene muchas formas, pero pocas intensidades. El alma se expresa, pero no se transforma. El lenguaje se sofistica, pero no funda. Se crean obras, pero pocas son hechos del ser.
La arquitectura simbólica de la parodia no es necesariamente malintencionada. Es una respuesta. Una adaptación. Una defensa. No hay “culpables” en sentido moral. Pero sí hay responsables. Porque la estructura se reproduce cuando nadie se atreve a romperla. Y romperla no significa destruirla, sino atreverse a no creerle del todo. A escuchar por fuera de ella. A volver a preguntar.
Capítulo VI
El afecto domesticado: cómo se siente lo que no se siente
Toda cultura organiza su mundo emocional. Toda época siente de cierto modo. Pero la nuestra no solo regula el sentir: lo sustituye. No tanto reprime los afectos profundos como los reemplaza por otros más manejables, más veloces, más conmensurables. El amor se vuelve apego o contrato. La tristeza, un síntoma. La euforia, un producto. La fe, un protocolo. El asombro, contenido. El alma, una función.
Este no es un empobrecimiento simple. Es un rediseño afectivo. Un régimen emocional adaptado al mundo simbólico de la parodia. Las emociones se organizan para no hacer estallar la forma, para no señalar la fisura, para no evocar la falta. No se busca el silencio del alma, sino su estabilización. El alma, sin embargo, no estabiliza: interrumpe.
En la parodia, sentir no es un riesgo. Es una función. Las emociones son esperadas, normadas, representables. Se sienten según el código. Se sienten para cumplir con el guion. Incluso el dolor tiene su espacio: la queja, el testimonio, la terapia. Pero no para abrirse al ser, sino para ajustar el yo. El afecto se vuelve afectación.
El resultado es una extraña doblez: vivimos emociones todo el tiempo, pero no nos conmueven. Algo se mueve en la superficie, pero no toca el núcleo. Es una afectividad sin raíz, como si lo vivido no se hundiera en el alma, como si todo pasara sin dejar cicatriz. Vivimos, pero no somos marcados.
La parodia administra el afecto como administra el sentido: en unidades pequeñas, intercambiables, compartibles. El llanto debe ser breve y claro. La alegría, expresiva pero no desbordada. La indignación, legítima pero no peligrosa. La ternura, usable. La pasión, eficaz. Así, cada emoción encuentra su versión procesada, su forma aceptable, su lugar en la economía simbólica.
Lo que queda excluido no es lo prohibido, sino lo impredecible. Lo que no se puede narrar, lo que no se puede justificar, lo que no se puede modular. El éxtasis místico, el amor sin forma, el dolor sin causa, la alegría sin evento: todo eso incomoda. No hay dónde ponerlo. No hay lenguaje disponible. Por eso, se ridiculiza o se ignora. La parodia teme lo que no puede representar.
Pero el afecto real no es representable. No se puede actuar. No se puede imitar. No se puede comprar. Llega. Invade. Derrumba. El afecto verdadero no confirma la forma: la disloca. No valida la identidad: la interroga. No reafirma el sistema: lo pone en riesgo. Por eso, la cultura paródica lo desplaza, lo convierte en síntoma, en estética, en señal de alerta, en rareza. Lo marginaliza, incluso cuando lo celebra.
El afecto domesticado, entonces, no es menos afecto: es otra cosa. Es lo que nos permite funcionar sin despertar. Es lo que nos mantiene en movimiento sin transformación. Es lo que hace que todo parezca más o menos real, más o menos importante, más o menos nuestro. Es lo que vuelve posible una vida completa... sin estremecimiento.
Y sin embargo, hay momentos. Momentos de saturación. Momentos en los que una emoción no prevista rompe el protocolo. Una palabra pronunciada con exceso. Una mirada que desarma. Un silencio que no se puede llenar. Una escena que no se deja comentar. Una herida que no se puede narrar.
Esos momentos no destruyen la parodia, pero la tensan. Son zonas de fricción. De posibilidad. No se quedan. No instauran. Pero insinúan. Son como brechas por donde se cuela el ser, sin que lo podamos sostener.
Y esa es la pregunta que queda: ¿cómo sostener el afecto real en medio de la parodia? ¿Cómo no reducirlo? ¿Cómo no ajustarlo a lo decible? ¿Cómo dejarlo actuar sin convertirlo en actuación?
Capítulo VII
El deseo domesticado: cuando el alma quiere lo que no quiere
La parodia no necesita que renunciemos al deseo. Le basta con reescribirlo. Con redirigirlo hacia sus propios fines. Con anticiparlo, gestionarlo, ofrecerle objetos ya formateados para su satisfacción. No se trata de impedir el querer, sino de anticipar qué se quiere y cómo. El resultado: deseamos dentro de una arquitectura que excluye al ser.
Es un proceso sutil. No se da por prohibición, sino por anticipación simbólica. Desde antes de poder desear verdaderamente, el mundo ya nos ha ofrecido el catálogo. El lenguaje está saturado de promesas. Las formas están cargadas de sentido. La cultura entera funciona como una fábrica de anhelos prediseñados.
Así, el deseo no parte del alma sino de la oferta. Se desea lo disponible. Lo reconocible. Lo valorado. Lo compartible. El alma ya no inventa: elige. Y elige dentro de un menú ya curado por la civilización de la parodia.
¿Qué ocurre entonces con el deseo auténtico? Ese que no sabe a qué objeto dirigirse, pero que vibra como llamado. Ese que no se puede justificar ni explicar, pero que empuja. Ese que no tiene nombre ni rostro, pero que sostiene la vida como misterio. Ese deseo queda sin lugar. Sin lenguaje. Se vuelve exceso. Incomodidad. Locura. O, en el mejor de los casos, arte.
El deseo domesticado es eficiente, gestionable, positivo. Sabe narrarse. Sabe mostrarse. Sabe compartir su progreso. Vive de metas y se apaga con logros. No está interesado en el ser, sino en el rendimiento. No busca transformación, sino validación. No quiere nacer, quiere cumplir.
Pero el deseo real no cumple. No es una función. Es una dirección sin mapa. No sabe adónde va, pero sabe cuándo no va. Es la incomodidad de lo no dicho. La nostalgia de lo nunca vivido. El deseo genuino no quiere lo disponible. Quiere lo real. Quiere ser.
En el régimen de la parodia, este deseo es peligroso. No por subversivo, sino por inasimilable. No se puede traducir en éxito. No se puede monetizar. No se puede integrar sin poner en crisis la totalidad del sistema. Por eso, se medicaliza, se estetiza o se convierte en mística decorativa. Se neutraliza mediante palabras como “utopía”, “intensidad”, “pasión”. Palabras que nombran sin convocar.
Y sin embargo, este deseo late. No desaparece. No se deja colonizar del todo. A veces se filtra en una mirada, en un gesto, en una nota musical, en un error. Es ahí donde la parodia tiembla. No porque sea vencida, sino porque se descubre frágil. Porque se revela como lo que es: una estructura de contención para lo que no se deja contener.
Este deseo sin objeto es la grieta por donde puede entrar la vida. Pero también es el lugar donde el sujeto se rompe. Porque desear lo que no se puede nombrar es doloroso. Desear sin saber qué se desea es habitar una ausencia. Y no todos soportan ese vértigo.
Por eso la parodia ofrece sustitutos. Objetos saturados de sentido. Experiencias empaquetadas. Identidades listas para usar. Todo viene con instrucciones. Todo está listo para ser deseado. Pero algo no encaja. Siempre falta algo. Y ese “algo” que falta es lo que el alma reconoce como suyo.
Aquí se juega la gran operación de la parodia: hacernos desear lo que no deseamos, y hacernos creer que lo deseamos. El alma queda desplazada, pero también silenciada. Aprende a confundirse a sí misma. A querer sin querer. A vivir sin vivir.
Este no es solo un diagnóstico psicológico. Es un diagnóstico ontológico. El deseo no es un accesorio: es el dinamismo mismo del alma. Cuando el deseo es capturado, el alma queda en pausa. Funciona, pero no arde. Se mueve, pero no camina. Habla, pero no dice.
Capítulo VIII
Épocas del deseo: historia simbólica del querer
Cada época organiza sus deseos. Cada civilización nace cuando una forma de deseo se hace forma de mundo. Lo que se anhela define lo que se construye, lo que se teme, lo que se sacrifica, lo que se llama verdadero. El deseo no es un producto de la historia: es su motor invisible. Por eso, para entender nuestra época, no basta con mirar lo que tiene. Hay que examinar qué quiere —y cómo lo quiere.
Las grandes culturas no han sido necesariamente justas, ni libres, ni incluso sabias. Pero todas nacen cuando el deseo toca el ser. Es decir, cuando el anhelo humano se dirige hacia algo que no es un producto, ni un rol, ni un símbolo, sino una experiencia directa de lo real. Ese encuentro es fundacional. Nace entonces una forma, una palabra, un gesto, un dios. Se inaugura una relación genuina con el ser.
Pero esa relación es frágil. En la medida en que se transmite, se sistematiza. El deseo se ritualiza. El gesto se repite. El dios se administra. Y lo que nació como contacto se convierte en doctrina. Lo que fue fuego se vuelve forma. Así comienza la decadencia: no porque el espíritu se corrompa, sino porque la mediación se vuelve más real que el contacto. El símbolo suplanta al ser.
Este proceso es inevitable. Ninguna cultura puede mantenerse en el estado originario del deseo encendido. Pero hay grados. Hay civilizaciones que recuerdan el fuego, que lo cuidan, que lo convocan aunque no lo controlen. Y hay otras, como la nuestra, que han olvidado incluso que hubo fuego. Que han confundido la llama con su imagen. Que han hecho del deseo mismo una mercancía. Que ya no desean el ser, sino las señales de haber deseado.
La parodia del ser es el punto de madurez de ese olvido. Es la época en la que el deseo ya no tiene dirección trascendente, pero aún necesita funcionar. Para eso, necesita una sustitución generalizada. Y la ofrece. El amor, el saber, el gozo, la comunidad, la belleza: todo sigue presente, pero sin presencia. Todo está ahí como copia de algo que ya no está. Todo se desea, pero sin desearse realmente.
Así vivimos. Deseamos tener conocimiento, pero no verdad. Amor, pero no entrega. Belleza, pero no estremecimiento. Espiritualidad, pero no misterio. Queremos todo lo que no pone en riesgo el yo, todo lo que no convoca el alma. Y llamamos madurez a esa moderación del querer.
Este deseo administrado produce épocas estables, pero estériles. Se multiplican las formas, los discursos, las técnicas. Hay innovación, pero no novedad. Hay desarrollo, pero no nacimiento. Hay consenso, pero no epifanía. No es una época sin ideas: es una época sin dirección.
Frente a esto, hay momentos históricos que recuerdan. A veces brevemente, a veces con fuerza. Renacimientos, despertares, irrupciones místicas o poéticas. Momentos en los que una colectividad se orienta otra vez hacia el ser, aunque no sepa cómo nombrarlo. No son retornos, porque no hay regreso al origen. Son reencuentros. Encuentros nuevos con lo que estaba olvidado.
Pero no basta con celebrar esos momentos. Tampoco con imitarlos. Porque la forma en que ellos se relacionaron con el ser no puede repetirse. Cada época debe inventar su propio modo de querer genuinamente. Y para eso necesita antes un diagnóstico brutal: reconocer en qué se ha convertido su deseo.
Nuestra civilización desea sin alma. Habita una forma de querer que ya no busca transformación, sino confirmación. Una forma de deseo que teme el ser porque lo desestructura todo. Esta parodia no se sostiene por imposición, sino por hábito. Por comodidad. Por miedo a la falta. Por adicción a la forma. Pero también por pérdida de imaginación.
Por eso, pensar el deseo es el primer gesto no paródico. Nombrar su captura, su domesticación, su estética de superficie, es el comienzo de otra cosa. No aún de una salida, pero sí de una conciencia. No aún de una alternativa, pero sí de una fractura.
Capítulo 9
La resonancia del ser
No es que el ser esté ausente. Es que lo hemos buscado como si fuera una consecuencia.
En medio de la parodia, creemos que algún día —si actuamos bien, si sufrimos lo suficiente, si triunfamos, si creamos algo valioso, si entendemos— alcanzaremos el ser. En el fondo, suponemos que el ser es un resultado: de nuestro vivir, de nuestra producción, de nuestras crisis, de nuestras búsquedas. Suponemos que, si logramos integrar suficiente arte, suficiente dolor, suficiente lucidez, entonces vendrá el ser como respuesta.
Pero esa es precisamente la estructura de la parodia.
La parodia del ser no es una deformación accidental. Es un régimen simbólico en el que el ser ha sido desplazado hacia el futuro, convertido en ideal, en meta, en recompensa. Cada uno de nuestros actos —incluso los más íntimos, incluso los más nobles— cargan esa esperanza secreta: que algo de lo que hacemos nos devuelva al ser. Pero el ser no se alcanza. No se conquista. No se produce. No es posterior a la vida. Es anterior.
El ser ya está aquí.
Esta es la verdad más simple y más difícil: no hay que buscar el ser. Ya lo estamos viviendo. Pero nuestra forma de vivirlo está velada por el marco simbólico de la parodia. Ese marco nos hace interpretar toda experiencia como preparación para otra, como mediación hacia otra cosa, como una espera o un ensayo. Todo lo que hacemos está en función de un sentido futuro que jamás llega. Por eso no vemos el ser. Porque lo buscamos como si estuviera afuera de lo que ya ocurre.
La parodia no niega al ser. Al contrario: lo contiene. Pero lo contiene bajo una forma que no sabe reconocer. Una forma que gira incesantemente sobre sí misma. La civilización entera —sus instituciones, sus símbolos, sus palabras, sus códigos— está construida sobre un primer contacto con el ser. No hay nada artificial que no haya nacido de una experiencia viva. Todo es expresión del ser, incluso en su distorsión.
Pero el régimen de la parodia olvida su propio origen. Y al olvidar, cree que lo puede recrear. El arte se cree depositario del misterio. La religión se cree guardiana de la verdad. La filosofía se cree portadora de la pregunta fundamental. Cada institución se asigna a sí misma la función de reconectar al ser, sin ver que ya están completamente integradas en la parodia, produciendo solo respuestas a respuestas.
La parodia no es una mentira. Es una repetición sin pregunta. Una repetición que aún emite el eco de la pregunta original, pero lo hace de forma automática, sin contacto. Lo que una vez fue apertura, ahora es marco. Lo que una vez fue experiencia, ahora es forma.
Y sin embargo, eso que gira —eso que responde a respuestas que ya no comprenden su pregunta— ya es el ser. Solo que no como consecuencia, no como revelación, no como iluminación. Es el ser como fondo ineludible. Como lo que no puede dejar de estar. Como lo que hace posible incluso su propio olvido.
El hecho mismo de que podamos sentir la parodia como parodia, de que algo nos moleste en ella, de que algo se resista en nosotros a seguir repitiendo lo que ya no tiene alma: eso es la resonancia del ser. El ser no se ha ido. Lo que se ha ido es nuestra capacidad de sentirlo en el presente. Lo que falta no es el ser. Lo que falta es el silencio interior para percibirlo.
Y el silencio no es ausencia de ruido. Es fin de la búsqueda.
Por eso este libro no busca el ser. Solo quiere mostrar la estructura que nos impide verlo. Este texto —como todo texto— participa de la parodia. Pero también —como todo lo que existe— resuena con el ser.
La fractura ya está ocurriendo. No porque el sistema esté fallando. Sino porque todo sistema agotado revela su verdad. La parodia no puede sostenerse eternamente. Su impulso la agota. La acumulación de respuestas ya no puede ocultar la ausencia de pregunta. Y es ahí —en ese punto de saturación— donde el ser vuelve a asomar. No como idea. No como salvación. Sino como el hecho de que ya estamos aquí.
La resonancia del ser no es una música lejana. Es este mismo temblor que sentimos cuando todo empieza a sonar vacío. Cuando ya no creemos. Cuando ya no hay respuesta suficiente. Cuando lo simbólico se vuelve transparente. Cuando lo que queda es el contacto desnudo con lo que hay.
El ser no está en otra parte.
Está aquí, en la fractura misma.
Capítulo X
El agotamiento de la pregunta
La parodia del ser no se manifiesta únicamente en la política, en el espectáculo, en las redes o en la producción cultural masiva. También ha contaminado lo que, por siglos, se consideró lo más cercano al ser: el arte, la filosofía, el lenguaje, la escritura, la religión. Todos los custodios simbólicos del misterio han sido absorbidos por la lógica de la respuesta. Ya no interrogan. Ya no abren. Ya no dudan. Ya no tiemblan. Ya no preguntan.
La literatura escribe literatura sobre literatura. La filosofía comenta filosofía. El arte hace arte que responde a arte. Las leyes interpretan otras leyes. Las religiones interpretan escrituras que fueron, en su origen, explosiones vivas de sentido, y que hoy son sólo plataformas para la repetición.
No es que lo simbólico esté muerto. Es que ya no pregunta. Su potencia ha sido domesticada por la acumulación de respuestas. Todo está dicho. Y todo lo dicho sólo responde a lo ya dicho. La civilización entera opera como una enorme cámara de eco, en la que lo nuevo ya no es lo aún no dicho, sino lo que puede insertarse sin fricción dentro de lo ya decible.
Esto no es una desviación accidental. Es un proceso estructural. Es lo que les ocurre a todas las civilizaciones cuando maduran. Una época comienza con una pregunta viva, una apertura real al ser. Las primeras respuestas son tentativas, llenas de asombro. Pero con el tiempo, las respuestas se endurecen, se formalizan, se sistematizan. Se convierten en instituciones, lenguajes, doctrinas, escuelas, academias, museos, bibliotecas, constituciones, manuales, normas. Y así, sin saberlo, el vivir se va volviendo comentario.
Ya no hay pregunta. Sólo hay respuesta a la respuesta, a la respuesta, a la respuesta. Todo sentido se deriva de un sentido anterior. Todo gesto se refiere a un gesto anterior. Todo símbolo se sitúa en una red de significados que sólo se entienden entre sí. Y el ser —la fuerza que dio lugar a la pregunta original— desaparece bajo capas y capas de interpretación.
Este proceso es general. Afecta a la ley, al Estado, a la familia, a la economía, a la religión, al arte. Ninguna esfera está a salvo. Porque la parodia del ser no es una anomalía local. Es el marco epistemológico de un tiempo donde el saber ya no se orienta hacia lo desconocido, sino hacia la organización de lo conocido.
Por eso no basta con decir que en un funeral, en una pérdida, en un silencio, en una obra de arte, “regresamos al ser”. También esos momentos están ya codificados. Ya tienen guion, estructura, expectativa, lenguaje. También ellos participan de la parodia. Son parte del sistema de respuestas. Incluso el duelo, incluso la muerte, incluso la contemplación, incluso la disidencia pueden ser formas ya integradas del sistema simbólico que todo lo absorbe.
La solución no es “volver al origen”. No se trata de restaurar una pureza perdida, porque no hay pureza que pueda sobrevivir a la historia. Lo que necesitamos no es una respuesta más auténtica. Es una nueva pregunta.
Pero no podemos formular una nueva pregunta mientras no reconozcamos que todas nuestras respuestas actuales son obsoletas. Que ya no están vivas. Que ya no interrogan. Que ya no iluminan. Sólo cuando vemos esto —cuando vemos que lo que nos parecía profundidad es sólo repetición, que lo que nos parecía apertura es sólo variación temática—, se abre la posibilidad de una pregunta real.
Una pregunta no es una frase. No es una consigna. Es una fractura en el saber. Un temblor en la conciencia. Una desarticulación del lenguaje que deja entrar el mundo.
Tal vez ya está ocurriendo. Tal vez lo único que se necesita es dejar de responder.
Y escuchar.
Capítulo XI
El tiempo en parodia: hiperconciencia, ansiedad y el fin del estar
El problema no es que todo esté organizado.
No es que agendar una cita, planear una salida, o establecer una rutina diaria sea en sí mismo una forma de falsedad. Tampoco es que el capitalismo haya “mercantilizado el tiempo”, como suelen decir ciertas críticas modernas. Esa es una forma superficial de diagnosticar el mal. La parodia no convierte al tiempo en mercancía; lo convierte en símbolo de sí mismo. Lo llena de nombre. Lo sobreexplica. Lo fija.
Vivimos en un tiempo completamente simbolizado. Cada segmento, cada actividad, cada segundo que transcurre parece tener un sentido asignado de antemano, una forma de ser vivido, una manera correcta de narrarlo. Ya no solo salimos con amigos: tenemos salidas temáticas. Ya no solo jugamos: agendamos playdates. Ya no solo caminamos: hacemos caminatas conscientes. El mundo no ha perdido el sentido. Lo ha sobrecargado.
La parodia no anula el tiempo, lo hiperconscientiza. Y ese exceso de conciencia, de nombre, de sentido proyectado sobre cada instante, es ansiedad. No del tipo médico, necesariamente. Sino la forma cultural en que la experiencia se ha vuelto incapaz de simplemente ser.
Recordemos cómo era pasar el tiempo cuando éramos niños. No todo era juego. No todo era propósito. Había tardes enteras que no “significaban” nada. Sentados. Mirando. Aburridos incluso. Pero ese aburrimiento no era vacío. Era presencia sin finalidad. Estábamos en el tiempo. No lo dominábamos. No lo narrábamos. No nos lo explicábamos. Lo vivíamos sin pensarlo. Y por eso era nuestro.
La cultura de la parodia ha eliminado casi por completo esos intersticios. Nos movemos de símbolo en símbolo, de actividad nombrada a actividad nombrada. Incluso el descanso tiene su forma prescrita. Ya no se duerme, se “duerme bien”. Ya no se sale a comer, se “hace brunch”. Cada acto está prefigurado en un meme, en una tendencia, en una narrativa colectiva de lo que significa vivir. Y así, ya no vivimos: representamos.
Todo está hiperdefinido. Y en esa hiperdefinición, el vivir pierde su raíz. Porque el sentido de la vida no es algo que se persigue como consecuencia. No es una recompensa del hacer bien hecho. Es lo que ya está aquí, si dejamos de buscarlo.
La ansiedad cultural de nuestra época es el resultado de esa persecución incesante de un sentido que no puede llegar porque ya fue sustituido por sus simulacros. Ya no preguntamos por el sentido. Imitamos las formas del sentido. El trend en TikTok, el formato del brunch, la dinámica del “tiempo de calidad”, se convierten en recetas de presencia. Pero la presencia no tiene receta.
El remedio no es dejar de usar redes. No es dejar de planear salidas. No es renunciar a las instituciones ni regresar a un pasado idealizado. Es caer en cuenta. Caer en cuenta de que ya lo sabemos todo. Que esa hiperconciencia, esa lucidez estéril, es el sello de una cultura en parodia. No se trata de cambiar de actividad. Se trata de recuperar zonas de sombra, zonas no nombradas, zonas sin interpretación inmediata.
Capítulo 12
El ser como consecuencia y el ser como presencia
El mayor malentendido de nuestra época no es que el ser se haya perdido, sino que hemos llegado a creer que debe ser producido. Hemos organizado nuestra vida como una cadena de condiciones que, si se cumplen, darán lugar al ser: al sentido, a la plenitud, a la presencia. Así lo vivimos. Hacemos lo correcto, lo espiritual, lo estético, lo virtuoso, lo consciente, con la esperanza de alcanzar finalmente ese instante en que el ser “ocurra”.
Pero ese instante no llega.
O llega y se disuelve. Y entonces nos sentimos obligados a repetirlo, a reactivarlo, a fabricar las causas para que surja el efecto otra vez. Así, vivimos dentro de una lógica de discreción, donde el ser se convierte en un efecto simbólico: algo que debe lograrse, alcanzarse, activarse, realizarse. Lo convertimos en consecuencia.
Esta es la parodia: no la falsedad, sino la forma congelada y autoalimentada de una estructura que ha perdido el contacto con su origen. Cada respuesta se vuelve pregunta; cada efecto, causa; cada experiencia, antecedente de otra. El sentido se desplaza siempre al siguiente momento. El ahora nunca basta. La vida es tratada como una técnica. Y el ser, como su posible resultado.
Esto es lo que en Mundo y Causa llamamos la estructura discreta: el mundo como suma de partes, como secuencia de eventos, como campo de operaciones con reglas. El ser como objeto del tiempo. Pero el ser no es un objeto. No está después de la causa. No es la consecuencia correcta de una integración correcta.
El ser es presencia.
Y como presencia, no se alcanza. Se reconoce.
Ese reconocimiento no es un acto intelectual, ni emocional, ni espiritual. No es una técnica. Es un darse cuenta. Un caer en la cuenta de que el sentido ya está en la vida misma, no en lo que la vida debería significar. Que el mundo no necesita ser interpretado para ser verdadero. Que la vida no necesita ser justificada para tener sentido.
Esa presencia no es una idea. Es cualidad.
Una densidad del instante.
Una textura del mundo.
Un temblor sin nombre en lo que ya está.
El mundo ya tiene sentido.
Lo que ocurre, ya es comprensible.
Pero no desde las respuestas, sino desde el contacto.
Desde lo cualitativo.
Lo cualitativo es eso que no puede separarse en partes. No puede analizarse sin perderse. No puede codificarse. Está antes de toda causa. Antes de toda interpretación. No necesita explicación porque ya es evidente. No como un dato, sino como una forma de estar. El pan tiene sentido, no porque alimente o represente, sino porque es pan. Una mirada tiene sentido porque es una mirada. El sol, porque es el sol.
Eso es el ser como presencia: no lo que se encuentra después del esfuerzo, sino lo que el esfuerzo había velado desde el inicio.
El camino hacia el ser es siempre una distracción, si no se reconoce que ya estamos en él. Que no hay más allá. Que la vida no está en camino hacia el ser, sino que ya lo contiene.
Por eso, no hay respuesta verdadera que no nazca de una pregunta viva.
Y no hay pregunta viva que no nazca del contacto con lo cualitativo.
Pero en la parodia, todas las preguntas ya fueron respondidas. Y luego respondidas otra vez. Y sus respuestas respondidas. Y así nos alejamos del origen. No porque se haya perdido, sino porque lo recubrimos con nuestras propias imitaciones.
El ser está aquí.
No es efecto.
Es lo que nunca dejó de ser causa.
No la causa integrada, que necesita contexto.
Sino la causa universal: ese fondo sin nombre que da sentido sin pedirlo, y cuya única exigencia es que dejemos de perseguirlo como si no estuviera.
Conclusión
El ser no se alcanza: se reconoce
La salida a la parodia no es el retiro del mundo ni la suspensión de la actividad. No se trata de dejar de trabajar, de evitar la vida pública, ni de entregarse a una forma pasiva o monacal de existencia. No hace falta dejar de tener metas, ni renunciar a las redes sociales, ni abandonar el deseo de éxito, ni mucho menos oponer silencio a la maquinaria de lo simbólico. Esa respuesta, aparentemente radical, forma parte de la misma lógica paródica que pretende combatir. Es otra reacción, otra respuesta más, otra forma de tratar el ser como una consecuencia que debe ser provocada.
El error profundo de la parodia es suponer que el ser está al final del camino, como si fuera el efecto último de una serie bien ejecutada de causas. Pensamos que si hacemos las cosas correctas, si vivimos de la manera adecuada, si logramos ciertas metas o habitamos ciertas prácticas, el ser aparecerá como resultado. Esa estructura causal y discreta —la lógica de medios y fines, de pasos y procedimientos— es precisamente lo que nos aleja del ser. Nos hace perseguirlo como si no estuviera ya aquí. Como si no fuera inherente a lo que somos.
Este es el núcleo olvidado: el ser no es algo que se consigue, sino algo que ya está. Está aquí, en este instante, pero no como una conclusión ni como un producto, sino como presencia cualitativa. Y el gran extravío de nuestra cultura es haber reemplazado esa presencia por un esquema discreto de causas y efectos. En ese esquema, el sentido ya no emana de la experiencia misma, sino que es proyectado hacia un futuro, hacia una justificación externa, hacia un resultado que nunca se alcanza del todo porque cada efecto se convierte inmediatamente en una nueva causa. Así, seguimos atrapados en una cadena infinita de respuestas que han olvidado la pregunta original.
La distinción entre vida y vivir, que ha recorrido este libro, es clave aquí. El vivir es la actividad inmediata, práctica, concreta; la vida es la estructura simbólica que le da marco y orientación. Ambas son necesarias. Pero ninguna de las dos contiene al ser por sí sola. El ser aparece en la relación entre ambas: cuando el vivir encarna la vida, y cuando la vida orienta el vivir. No hay que abandonar la actividad, ni disolver las formas simbólicas. Lo que hace falta es recuperar la conciencia de esa articulación, ver que el sentido no está en una ni en otra, sino en su contacto cualitativo.
Ese contacto no puede ser descrito con precisión, ni sistematizado, ni convertido en método. Es una forma de presencia que se siente, más que se entiende. Y ese contacto, cuando ocurre, no requiere explicación: es sentido en sí mismo. El sentido de la vida no necesita ser producido, ni explicado, ni prometido. Es cualitativo. Está en el hecho mismo de que hay mundo, de que hay yo, de que hay otros, de que hay tiempo. Ese sentido no se logra. Se reconoce.
Esa es también la función del amor cualitativo. No el amor romántico ni el amor condicionado por atributos, logros o características discretas. Sino el amor que reconoce al otro —y a uno mismo— como existencia sin porqué. Como un yo cualitativo, intransferible, sin justificación posible. Amar eso es salir momentáneamente de la lógica de la parodia, que siempre exige razones, causas, resultados. Ese amor no puede ser sostenido fácilmente, porque al intentar ejercerlo regresan las categorías: aparece el juicio, el mérito, la comparación. Pero justamente ahí está la fractura visible de la parodia: ya no creemos del todo en sus reglas, ya no nos bastan sus formas, ya no nos convence su sentido proyectado. Por eso este libro es posible.
La parodia no es total, aunque lo parezca. Su agotamiento ya ha comenzado. Y ese agotamiento nos devuelve una oportunidad: reconocer el ser donde ya está, sin necesidad de activarlo como un efecto, sin necesidad de extraerlo de una cadena de justificaciones. Seguir viviendo, seguir haciendo, seguir deseando, pero no para alcanzar algo más allá de lo que ya es, sino como forma de encarnar el sentido que ya está aquí, disponible, silencioso y evidente.
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